Ya no quedaban apenas lapislázulis para pagar a los canteros de Asyut y Jufhu necesitaba cada vez más alabastros. Snefru, su padre, había conseguido acabar El-haram el-watwat antes de su muerte y, la falta de recursos de su primogénito, no dejaba el imperio en buen lugar. Así que fue sencillo tomar la decisión de dejar a su hija en el Lupanar.
Ella, vestida con sus mejores galas y una flor de loto en el pelo, traspasó aquel umbral con la convicción de convertirse en la mejor Kat Tahut de todas ellas y, noche a noche, acumulaba tantas gemas como alabastros necesitaba su esposo pater. Bajo el jergón, sellaba cada ayunto con una turquesa y guardaba para sí una esmeralda de cada amante.
Tras endosar su savia, abandonó la mancebía con apenas un hálito llevando consigo su riqueza y construyó su mastaba a los pies de su amado.
Descansa en tu pirámide, reina.
Hatnub y el horizonte de Jufhu
Ana Valado
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